Desde el ICPM nos unimos a la comunidad internacional en la celebración del Día de los Derechos Humanos, el día 10 de diciembre, porque cada uno de nosotros puede dar un paso adelante y defender los derechos de cualquier persona en riesgo de ser discriminada o sufrir algún acto violento. Además, y por estar muy vinculado a este momento y a nosotros, no podemos dejar de hacer mención a la denominada cuarta generación de los Derechos Humanos, ligada a las nuevas tecnologías y a la cultura digital.
Con tal motivo, queremos compartir las palabras de Enrique Arnaldo Alcubilla, Catedrático de Derecho Constitucional de la URJC:
- LA PAZ CIBERNÉTICA
Cada día del año estaba ínsitamente unido al santoral, se identificaba con un santo o santa, y así aparecía destacado en las efemérides del periódico. Todos recordamos la ya arcaizante ?Myrga? que nos permitía abrir una hoja para cada día y descubrir a quién habíamos de felicitar? por teléfono o por telegrama.
Hoy cada día del año se reserva para la conmemoración de un hecho o para el recuerdo de una enfermedad que reclama nuestra atención o también para una cuestación. La mayor parte nos pasan desapercibidos ante la acumulación de información que cada día gotea por tal cantidad de medios.
Y obviamente no todas las conmemoraciones son equiparables. Para todos los ciudadanos del mundo el ?Día de los Derecho Humanos?, que el azar o la falta de hueco en el calendario, ha adscrito al 10 de diciembre, es especialmente trascendente y digno de homenaje.
La Declaración Universal de los Derecho Humanos que aprobó en 1948 la Asamblea de Naciones Unidas fue calificada, con acierto, como la expresión de la conciencia jurídica de la humanidad. En ella se reconoce el canon mínimo de libertad de los ciudadanos del mundo, sin el que no pueden ser ni existir. La Declaración Universal -que vio la luz en un momento estelar del mundo contemporáneo que, a pesar de la división en bloques políticos-ideológicos, miraba el futuro con optimismo- sigue plenamente viva y vigente. No ha perdido un ápice de frescura, de apuesta irrenunciable e imperecedera. Hoy que todo (incluso las obras bien hechas) pretende ser reformado, no se oye voz alguna que clame por la revisión de la Declaración Universal, ciertamente completada por los Pactos Internacionales de 1966.
Todos los derechos humanos que ínsitamente son atribuibles a los ciudadanos del mundo son perfectamente encontrables en la Declaración Universal. Es cierto que no todos en la formulación exacta con la que hoy los definimos pues las sociedades avanzan y evolucionan y los ríos, como decía Parménides, no se detienen.
Cuando hoy nos preocupa especialmente (y hay sobradas razones para esa preocupación) la seguridad personal frente al avasallador dominio cibernético, en realidad no estamos sino especificando un ámbito de privacidad, de intimidad, que es un derecho que la Declaración Universal contiene. Y esa seguridad informática que reivindicamos es asimismo una manifestación de la seguridad jurídica, en cuanto el Derecho es instrumento, que ha de ser eficaz, para nuestra defensa frente a las incertidumbres y por supuesto frente a cualquier ataque ilegítimo.
Alguien ha titulado este derecho, que se inscribe en la nueva categoría de los derechos de la colectividad o de la cuarta generación, como derecho a la paz informática. Las nuevas tecnologías de la información nos han proporcionado el acceso y el manejo de más información y por tanto nos ha permitido una mejor evaluación de los hechos para la toma de decisiones. Ciertamente las nuevas tecnologías de la información pueden convertirse en perversas e invasivas de forma que si en otro tiempo el peligro para la libertad lo protagonizaban las autoridades públicas hoy hemos de defender la libertad frente a las injerencias e intromisiones anónimas que transcurren por ondas y redes.
No renunciamos a ellas. Las necesitamos. Posibilitan el desarrollo y el progreso. Cumplen una función social y económica irrenunciable, pero la paz cibernética, la protección de la privacidad y por ende la seguridad informática no son menos irrenunciables.
(En la imagen, Enrique Arnaldo Alcubilla)